Siento que los dos últimos mensajes de la conferencia general que leí tienen mucho en común, por lo que decidí reunir en una sola publicación las enseñanzas de ambos.
Sí, como dice en el título, somos hijos de Dios. No es una idea abstracta ni filosófica sino una realidad, una verdad irrefutable. Sea que creamos en ello o no, ese don divino "permanece para siempre jamás" (Doctrina y convenios 1: 39)
En La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días creemos, como lo expresa la proclamación sobre la familia, que:
"Todos los seres humanos, hombres y mujeres, son creados a la imagen de Dios. Cada uno es un amado hijo o hija procreado como espíritu por padres celestiales y, como tal, cada uno tiene una naturaleza y un destino divinos. El ser hombre o el ser mujer es una característica esencial de la identidad y del propósito premortales, mortales y eternos de la persona."
Tener este conocimiento puede marcar un antes y un después en nuestra experiencia terrenal, ya que la visión que teníamos de los demás, y de nosotros mismos, cambia por completo. La vida, aún con toda su complejidad y desafíos, empieza a tener sentido, dirección y propósito.
Lamentablemente, el amor por la vida, en especial la de los niños por nacer, está disminuyendo. El élder Neil N. Andersen nos alienta a elevar la voz a favor de los indefensos.
En un asunto tan delicado como lo es el aborto, cada quien tiene su propia postura. Por alguna razón, hace muchos años, cuando todavía no era miembro de la Iglesia, firmé un petitorio que me posicionaba del lado de la vida. Aunque, quizás, no tuviera una idea muy clara en cuanto a su importancia en el plan eterno de Dios, sentía que era lo correcto. En el mundo hay muchas buenas personas, de distintas religiones, que abogan por esa misma causa.
Del mismo modo, hay otras muchas buenas personas que, por miedo, desesperación o mala información toman la decisión de abortar o participar de un aborto. A ellos, especialmente, el Señor les extiende el perdón, a través de Su gracia divina. Todo dolor y remordimiento puede sanar "si acuden a Él con un corazón humilde y arrepentido."
A nosotros, como hijos de Dios, nos toca ministrar, sin juzgar, a nuestros hermanos espiritualmente heridos; extender puentes de entendimiento y compasión allí donde haya "confusión, vergüenza, incertidumbre y tristeza por sueños rotos". La vida no es una tragedia ni un accidente; no es para padecerla sino para "sentir gozo" (2 Nefi 2: 25). Como discípulos de Jesucristo, nuestra misión es darlo a conocer al mundo.