Cada cosa que me pasa en la vida,
cada cosa que no sucede,
que se dilata,
cada expectativa incumplida
es la voz de Dios, siento, diciéndome:
"Espera, hija mía.
Escucha, entiende, aprende;
no dudes, confía.
Conozco tus temores,
tu ansiosa inquietud,
tus fluctuantes emociones.
¿Los cielos parecen mudos, indiferentes?
¿La espera demasiado larga?
¿Las promesas, distantes?
No desesperes.
No retengo las bendiciones; son tuyas.
Cree solamente."
Este poema nació a modo de agradecimiento por una respuesta divina que, después de varios días, llegó.
La paciencia, según se puede leer en Predicad mi Evangelio, es la capacidad de confiar en Dios al enfrentar demoras, oposición o sufrimiento e implica aceptar con valor, gracia y fe aquello que no se puede cambiar. No se trata, claro está, de una espera pasiva, de sobrellevar las cosas con resignación sino de hacer cuanto esté a nuestro alcance mientras las respuestas y bendiciones llegan. Es, a la vez, un atributo de Jesucristo pero no exclusivo de Él. Nosotros, como Sus discípulos, también podemos aspirar a esa virtud celestial.
A la mujer natural que todavía habita en mí le cuesta entender ciertas cosas, le cuesta esperar, calmar la "ansiosa inquietud" (Lucas 12: 29) que la domina a veces. Pero, como desarrollar la paciencia es un proceso que puede durar toda la vida, confío en los tiempos del Señor. Pase lo que pase, aunque mis expectativas no se cumplan (Suelo recrear en mi mente un escenario que no se concreta al final), estoy convencida de que mi Padre Celestial sabe lo que es mejor en cada circunstancia de mi vida y las respuestas, las bendiciones llegan cuando tienen que llegar y no antes ni después.
Mientras tanto, ejercito el esperar.