Una de las cosas que más me llamaron la atención de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días al principio, cuando aún ni se me había cruzado por la mente bautizarme en una de sus capillas, fue la amabilidad de su gente, la cálida bienvenida que me dieron, aún sin conocerme. Recuerdo, como si fuera hoy, mi primera aproximación a una Noche de Hogar con los misioneros y la manera en que, en una de mis visitas a la reunión Sacramental, una de sus miembros se dirigió a mí, llamándome "Hermana". Ese "título", recuerdo, me produjo extrañeza. Con el tiempo, supe que todos, sin importar nuestro origen, costumbres o religión, somos hermanos y hermanas, hijos procreados en espíritu por padres celestiales. Es por eso mismo que la forma en que se tratan unos a otros trata de reflejar esa doctrina. Esto no quiere decir que no haya desacuerdos o malentendidos sino que la forma de resolverlos debe ser distinta a la que elige el mundo para resolver sus conflictos.
"[L]as palabras pueden ser irreflexivas, precipitadas e hirientes. Una vez dichas, no podemos recuperarlas. Pueden herir, castigar, derribar e incluso conducir a acciones destructivas; pueden ocasionarnos pesar.Por otro lado, las palabras pueden celebrar victorias, ser esperanzadoras y alentadoras. Pueden impulsarnos a replantear, reiniciar o reorientar un rumbo. Las palabras pueden abrirnos la mente a la verdad.
Un ejemplo de la poderosa influencia que las palabras amables y cargadas de perdón pueden tener en las personas lo podemos encontrar en el profeta José Smith: